lunes, 7 de abril de 2008

De como el marqués, el cardenal y el doctor de la concha enfrentaron de la manera más pertinente un caso de violación en el marquesado.

La noticia corrió como reguero de pólvora. El pueblo despertó con la noticia. Un salvaje e insano animal había secuestrado, violado y estrangulado a una pobre niña de nueve años, vecina de su mismo edificio. Sucedió que yendo la inocente criatura por la escalera a buscar a una amiga suya situada en un piso inferior, fue raptada por la bestia y llevada a su departamento para cometer lo que su retorcida mente le ordenaba.

Vino a buscarme un emisario de la policía. Recién me levantaba, cargándome una mediana resaca de la noche anterior. Me contó con lujo de detalles lo acontecido y me informó también que el miserable se había entregado por su cuenta ante el acoso de los vecinos que estaban en vilo, buscando a la niña sin cesar. Había acudido la policía a su domicilio y encontrado a la infante, muerta, dentro de una maleta. Me dio noticia también del informe del médico legista. Justo en ese momento me avisa uno de mis empleados que están los padres de la niña en la puerta, solicitando justicia.

Salí a ver que sucedía y me encontré de cara con el dolor y la indignación. Yo que también tengo una hija, sentí que se me removía el corazón de piedra y a duras penas pude contener la onceava lágrima que ya amenazaba delatadora de mi debilidad. El padre me decía que el no creía en la pena de muerte pero quería tener la certeza de que encerrarían por siempre a esa porquería.

- Tenga usted mi palabra que esas manos nunca volverán a posarse sobre niño alguno- le aseguré.

Acto seguido los despedí he hice llamar a mi primo el cardenal y a mi abogado, el eminente doctor José Antonio de la Concha, para ir juntos a visitar al criminal. El cardenal llegó pronto y aunque era conocida la impuntualidad del doctor de la Concha, este también arribó a los pocos minutos.

-Vamos a ver a ese hijo de mil putas- dijo el cardenal.
-Vamos- respondimos el doctor y yo.

Llegando a la comisaría, salió presto el sr. Comisario a darnos el encuentro.
-Señor Marqués, su Eminencia, Doctor ¿en que los puedo servir?-
-¿Dónde está ese hijo de su grandísima puta madre?- increpó el cardenal.

El comisario nos miraba desconcertado, no sé si por el elevado lenguaje de mi primo o porque desconocía de que hijo de puta estábamos hablando.
-¡El violador! ¡Hombre!- le aclaré.

Una vez que comprendió nos condujo a un pequeño recinto donde pudimos ver al desgraciado comiendo unas galletas tranquilamente mientras era interrogado por un par de oficiales. Al vernos se pusieron de pie inmediatamente y nos saludaron. Ordené que se retiraran y quedamos sólo el comisario, mis acompañantes, yo y el tipejo ese.

-Empieza a rezar porque se te acaba la vida abusador- amenacé. El monstruo se aterró y se dirigió a mi primo:
-Piedad, señor Cardenal, piedad…-
El cardenal no pronunció palabra, sólo se limito a encajarle una furibunda patada en los testículos y luego, en su insigne habla pronunció:

-¡A colgarle de las bolas!-

A continuación se sacó la soga que a manera del cordón que usan los prelados, se había sujetado a la cadera dándole varias vueltas y con nuestra ayuda desnudo al infeliz para luego sujetarle la criadilla junto con el pene, jalándolos con fuerza y haciendo un firme nudo a su alrededor con la cuerda. Tuvo a bien sacarle una de las medias para introducírsela en la boca, logrando mantenerla ahí con la ayuda de una cinta adhesiva que el comisario gentilmente nos brindó, debido a que sus gritos comenzaban a incordiar nuestros delicados oídos.

El comisario lanzó la cuerda haciéndola pasar por sobre una viga que sostenía el techo del recinto y juntos empezamos la ardua tarea de vencer el peso gravitacional del enfermo, quien era el que menos colaboraba, retorciéndose y gesticulando a más no poder, maniatado en sus cuatro patas como un ternero.

Una vez que lo tuvimos suspendido, envíe al comisario a conseguirnos: ron, coca cola y hielo, para refrescarnos de la agotadora faena.

Ya con unas cuantas dosis de cubas libres encima, pendientes siempre del depravado. El cardenal en inusual ataque de bondad y apelando a la caridad que distinguía a San Agustín, tuvo la gentil idea de introducirle un palo por el culo al pobre tipo, que posado sobre el suelo y a manera de apoyo aliviara un poco la tensión que jalaba de sus genitales. Aunque la idea era buena, no era fácil que en la posición en que se encontraba el reo pudiese apoyarse debidamente en el palo, por lo que solo funcionó en parte. De todos modos, la maniobra sirvió para distracción de los presentes. Menos para uno, claro está.

-La intención es lo que cuenta- dijo el cardenal salomónicamente y procedió a servirse un poco más de ron sobre los trozos de agua congelada.

Procedimos entonces, con la serenidad que nos proporcionaba el licor, a dilucidar sobre la suerte del monstruo. Pensamos en el despellejamiento, pero nos vimos imposibilitados por la dificultad del procedimiento y la resistencia del doctor de la Concha que apelaba a los derechos humanos. Sugerí también en cortarle el miembro y hacérselo comer guisado, después de mantenerlo varios días privado de alimento, para luego amputarle manos y pies (facilitando así el cumplimiento de la promesa dada al padre de la menor) y repetir el nutritivo castigo, pero nuestros múltiples vicios y obligaciones nos imposibilitaban de supervisar adecuadamente la condena, contando también que el tedio podría apoderarse de nosotros si esto tomaba los días que habíamos calculado. Todo esto obviando la férrea oposición del doctor de la Concha y su discursillo sobre los derechos humanos.

-Creo que lo más saludable es enviarlo a cumplir condena de por vida al Islote del Diablo- dijo el cardenal.
-Eso atenta contra los derechos humanos- reclamó el doctor.
-¡Me cago en los derechos humanos!- respondió el cardenal, visiblemente irritado.
-Calma, señores, calma- atenuó el comisario.
-En cualquier momento van a descubrir lo que sucede con los que van a la isla y nos vamos a joder todos- prosiguió el doctor.
-No creo que eso suceda doctor. Nosotros somos los únicos que tenemos conocimiento de eso y dimos nuestra palabra que guardaríamos ese secreto- sentencié. –Creo que todos los aquí presentes somos hombres de palabra ¿no es así?-

Todos asintieron. Pero luego el doctor con sus conocidas dotes de conferenciante nos explicó que debíamos sujetarnos por prudencia a las leyes de derecho internacionales y que no podíamos aislarnos de ellas para cometer una barbarie. El cardenal entonces hablo con el conocimiento teológico que como autoridad religiosa le correspondía:

-Miren señores, les voy a leer lo que dice la Biblia- extrajo entonces un librejo sucio y viejo al que le faltaban algunas hojas.

Al darse cuenta que mirábamos extrañados la falta de documentos, explicó:

-Sólo armo porritos con las hojas del antiguo testamento- luego siguió buscando hasta que encontró este pasaje:

- Y al que escandalice a uno de estos pequeños que creen, mejor le es que le pongan al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y que le echen al mar. Marcos 9:42- cerró su Biblia o lo que quedaba de ella y prosiguió -Como ven señores, es en este único pasaje de la Biblia, en que Jesús motivado por el supuesto de que alguien atentase contra la inocencia de un niño, es presa de la ira a pesar de su divinidad y sugiere entonces la pena de muerte. Repito: “más le valdría que le atasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al mar”. Esto significa que al hacer esto y haciéndole padecer del martirio del ahogamiento estamos aliviándole en cierta medida el castigo divino que le espera y cometiendo más que un acto de barbarie, uno de caridad. ¡Es palabra de Dios!- concluyó.
- Pero los derechos humanos…- quiso replicar el doctor.
-¡La ley de Dios esta encima de las leyes de los hombres! ¡He dicho carajo!-
-Que decida el marqués- sentenció el señor comisario.

Todos me miraron, expectantes.

-Creo yo que lo expuesto por el señor cardenal es irrefutable y haríamos mal en contravenir la ley divina. Por tanto, condeno al acusado a cumplir condena de por vida en el Islote del Diablo-

El cardenal alzó su vaso, saludando mi sentencia, el doctor de la Concha puso rostro contrariado, mientras el comisario sonreía quizás pensando en el placer que le producían los paseos en bote.

-Doctor vaya redactando el documento correspondiente, aquí tiene usted para sus gastos- y le alcancé una pequeña bolsa con el doble de valor que la última vez. Esto fue suficiente para que su rostro se tornase con una complaciente sonrisa, y feliz y presuroso saliese a cumplir con su oficio.

3 comentarios:

Damián Carrillo dijo...

Eres el nuevo Ricardo Palma underground.
Salud.
Damián

. dijo...

y como sigue esto?

que yo no escriba no significa que no lea
vamos

un beso
o dos
claudia

El Marqués de Las Cubas Libres dijo...

Saludos Damián. Honor que me hace. Se ha ganado un lugar en este increíble marquesado. Pronto tendrá noticias de su personaje.

Claudia: tienes razón como siempre. The show must go on.