lunes, 31 de marzo de 2008

EL CARDENAL


Me dicen hijo de puta, pero soy un hombre de Dios. Al menos es lo que insinúa este faldón que llevo con tanto relajo y que me permite tener las bolas al aire en los calurosos días de verano. También es útil para atender con más prontitud los requerimientos de mis monjitas favoritas: sor Rita y sor Rasa. Si bien es cierto que ese no es su verdadero nombre, se han ganado esos nombres a fuerza de tesón y esmero. Son las monjas más putas que he conocido en mi vida y no son pocas las que conozco (en el sentido más amplio de la palabra).

Descubrí a temprana edad lo cómoda que era la vida de los clérigos. Por supuesto que no hablo de los evangelizadores. Por mis pelotas que a esos si les tengo el mas profundo respeto. Hablo de los panzones, que como yo tenemos la oportunidad de tomar el vinito del domingo para cortar la resaca del día anterior con el más beatífico y multitudinario consentimiento.

En el colegio decidí declararme ateo. Gran motivo de causalidad fue el juicio que le hicieron al cura de mi casa escolar los padres de los ñoños mariconazos que fueron abusados con y sin su consentimiento por el degenerado pederasta. Otro gran motivo fue la oportunidad invaluable de leer “La Biblia Explicada” de Voltaire. Un tesoro que muy pocos han podido apreciar y que yo tampoco podré releer debido a que mis padres echaron al fuego el dichoso ejemplar.

La cuestión es que pasado el tiempo, me di cuenta que no podía encajar en ninguna profesión y que el trabajo realmente no era para mi. La situación económica de mis padres por otro lado no me permitía refugiarme en el rezago familiar para capear el temporal de la vida. Llegó un día crítico en que mis progenitores vendieron la casa y nos dieron dos meses a mí y a mis siete hermanos de buscar donde guarecerse después, ya que ellos comprarían un pequeño departamento donde no habría sitio para ninguno mas que ellos dos y que nosotros ni siquiera llegaríamos a conocer pues no se nos brindaría la dirección bajo ningún motivo.

En esos momentos de desesperación recordé a mi querida abuela Anita. Fue una especie de visión. Me veía en el momento de mi confirmación (el regalo de una cadena de oro por su parte bastó para que claudicara en mi ateísmo por un tiempo), saliendo vestido de blanco y con un premonitorio faldón blanco. Mi abuela caminaba al lado mío y entonces el cura se acerco a saludarnos, momento que fue aprovechado por ella para lanzarle este tremendo dardo: A ver si se hace sacerdote para que tenga comida gratis y este gordito como usted. El cura se limitó a hacer una sonrisa torcida mezclada con una mueca de desconcierto y raudamente emprendió la retirada.

Comida gratis. He ahí la respuesta. Al día siguiente me presenté al monasterio. Empezaron luego las clases de catequismo, los estudios de las sagradas escrituras, la letanía de las oraciones. El aburrimiento era feroz y aunque a veces estuve a punto de rendirme, llegué a saborear al fin la victoria. Me ordené sacerdote con todas las de la ley. El enclaustramiento al que fui sometido comenzó a ser menos riguroso y por fin pude tener contacto con una deliciosa monjita. Debo reconocer que la sodomía fue un alivio al que tuve que recurrir para calmar mis terribles deseos sexuales, pero Jeannette (así se llamaba la bendita) me supo redimir y encausar debidamente.

Ahora que soy cardenal, puede decirse que fornico como Dios manda. Sí señor.



El retrato es propiedad de Álvaro Delgado.

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